martes, 14 de octubre de 2008

El cristianismo no es un moralismo/ Rosanna Brichetti Messori

Se corre el riesgo de que ciertas normas, sacadas del Evangelio y propuestas por la Iglesia, sean vivida por costumbre, por tradición, por adecuación a la costumbre dominante. Pero es necesaria una adhesión sincera y profunda.
El cristianismo es el encuentro con Alguien que da sentido a todo lo vivido.
Creo que siempre hay un peligro al acecho cuando se habla de ética, es decir de aquel conjunto de normas destinadas a regular la vida de los hombres en la relación consigo mismo, con los demás, con la sociedad en general.
Peligro que existe ya por las leyes establecidas por el derecho del Estado, leyes que por su misma naturaleza, golpean los comportamientos externos pero no se proponen alcanzar aquel nivel más profundo que concierne a la conciencia de cada uno. Y cuando intentan hacerlo, se convierten en más peligrosas por que se arriesgan a dar vida al Estado Ética -sustituto de Dios- que a menudo coincide con el estado de Policía y que termina inevitablemente por limitar la libertad de los individuos, obteniendo a menudo los efectos contrarios a aquellos que se proponía. Baste como ejemplo el régimen jacobino nacido de la revolución francesa que quería instaurar una nueva moralidad hecha de la liberté, égalité, fraternité que cambió las promesas en un inenarrable terror. Pero, incluso antes, la Ginebra de Calvino, que el famoso reformador intentó transformar en una ciudad en la que el pecado venía considerado un reato.
Es diverso, en cambio, el caso de las normas morales que nacen de un credo religioso. Éstas no tienen alguna forma de control externo, al menos en ámbito cristiano, donde Estado e Iglesia son autónomos unos de otros. Pero estas buscan alcanzar y comprometer a aquellos a los que van dirigidas desde lo más profundo de la conciencia, porque se proponen como meta no sólo el respeto externo de las leyes, cuando una adhesión interior plena y sincera. Y si no existen policías que controlan y tribunales que punen como para las leyes estatales, sin embargo existe un eficaz reenvío la Juicio divino, misericordioso, pero al mismo tiempo justo que, Él sí que conoce y escruta en lo profundo del corazón de cada uno.
"Habéis entendido que se os fue dicho: No cometas adulterio; pero yo os digo: cualquiera que mira a una mujer con deseo ya ha cometido adulterio con ella en su corazón" (Mt 5, 27-28). El Evangelio es clarísimo en este pasaje, pero también en otros muchos puntos, sobre todo cuando Jesús la toma con los fariseos -sepulcros blanqueados- reos de observar con gran atención la forma de la Ley hasta los más mínimos detalles que han perdido a menudo y voluntariamente el espíritu.
Deberíamos tener las ideas claras: pero quién sabe si es verdad. Quién sabe si también hoy no arriesgamos, más a menudo de lo que creemos y quizás sin tener plena conciencia, a caer en otro peligro, el de transformar el cristianismo en un moralismo. Esto, de hecho, puede tener lugar cada vez que vivimos por costumbre, por tradición, por adecuación a la costumbre dominante en un determinado ambiente aquellas normas que la Iglesia, haciendo caso al Evangelio, nos propone como reglas de vida, haciéndolo con un respeto formal y no con una verdadera participación interior, con una adhesión sincera y profunda. En este caso, no actuamos para seguir de verdad ese camino que es al mismo tiempo verdad y vida y que Jesús nos ha enseñado - y que es él mismo, su persona eternamente viviente y operante, sino que miramos a la fe, sobre todo como a un sistema de normas eclesiales a menudo percibidas como un peso que hay que respetar con cansancio si no es con fastidio.
Esta actitud no es justa, no sólo porque moral y fe o se entrelazan estrechamente entre ellas sosteniéndose mutuamente o no son. Pro también porque un cristianismo transformado en moralismo es un tipo de jaula ideológica que encierra y limita profundamente al ser humano, restringiéndolo en un horizonte sofocante. Jesús, su Evangelio, el ofrecimiento de sí mismo sobre la cruz, la redención realizada por él y testimoniada por su resurrección, quedan sobre un fondo lejano e inoperante. Justo como sucedía a aquellos fariseos en Palestina que, escrupulosos observadores de la Ley, pero poco abiertos al Dios vivo, no sabían reconocer al Mesías.
Así puede suceder, tal y como demuestran a menudo los conversos, San Agustín a la cabeza, que sepa "descubrir" de verdad a Jesús no al observante templado o sin gancho de un sistema de normas morales sino al pecador arrepentido. Aquel que perdiendo toda brújula, ha tocado el fondo de desesperación y de angustia en la cual se ha despertado la necesidad la Dios. Aquel abismo del que ha nacido un grito de invocación, una necesidad auténtica de redención. Aquella experiencia de la que nace una auténtica conversión.
Estas palabras no quieren ser evidentemente una invitación a transgredir, sino a entender el problema. Y, quizás, a profundizarlo nos ayude la situación, no fácil, que vive hoy el cristianismo en el interior de una sociedad como la occidental, que progresivamente se está alejando de la moral evangélica que durante siglos hay sido observada por la mayoría, al menos formalmente. No creo, de hecho, que de verdad se pueda resistir a la "nueva ética" laica que propone divorcios, abortos, eutanasia y otras muchas cosas sin tener las ideas claras y el corazón firme y caliente al mismo tiempo. Se podía hacer en épocas de cristiandad en que los valores cristianos se condividían, aunque quizás o se amaran. Pero no hoy.
Así, hacemos bien en luchar por que estos valores permanezcan en el interior de las leyes del Estado, por que es cierto que legalizar aquello que según la óptica cristiana es un mal ayuda a legalizarlo. También hacemos bien en empujar la reflexión y la búsqueda sobre estos temas éticos enganchándolos al derecho natural, con el fin de encontrar un terreno de entendimiento con quien no se cristiano o incluso no sea ni creyente. Todo esto puede ayudar a las personas de buena voluntad a ver más claro.
Pero creo que sobre todo esto no puede ni debe hacernos olvidar lo que siempre se ha considerado importante en la Tradición de la Iglesia: o la moral se engancha de manera estrecha a la fe o termina antes o después por convertirse en moralismo. Y esto por que para quien cree las normas de comportamiento no nacen sólo de una reflexión racional sobre el hombre, sino también de aquél "añadido" constituido por la Revelación. Es esta última la que iluminándonos sobre el misterio de Dios y sobre el destino del hombre, nos ayuda a entender de verdad por qué se persigue un ideal tan alto como la santidad. Pero también por que es sólo una fe viva, alimentada por la Escritura, por el Magisterio, por los sacramentos que nos dan la fuerza para ir contra corriente cuando es necesario. Que nos sostiene en los momentos difíciles en los que somos tentados para abandonar y adecuarnos. Aquellos momentos en los que la propuesta cristiana, católica en particular, nos parece demasiado exigente y nos parecería "razonable" ser más "humanos", tal y como nos sugieren tantas sirenas.
Pero no. Nosotros esperamos con vigor que Dios, como ha prometido, nos ayude a ser de verdad coherentes con el Evangelio, que el Espíritu nos sostenga, nos ilumine, nos purifique, nos transforme cada vez más para que nuestra fe se convierta cada día en más profunda y consciente. Entonces nuestra vida no será el fruto de moralismo respetable, sino un verdadero y auténtico intento de rendir un testimonio de amor a la Trinidad Santa que nos ha amado antes y desea por encima de toda otra cosa unirnos a Ella.